88.a reunión, 30 de mayo - 15 de junio de 2000 |
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Alocución
del Sr. Jorge Sampaio, Presidente de la República Portugesa
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Permítanme comenzar agradeciendo las tan amables palabras, amables y estimulantes, del Embajador Somavia, a quien saludo encarecidamente y admiro la forma en que está desempeñando su cargo de Director General de la Organización Internacional del Trabajo. Fue para mí un gran honor aceptar esta invitación para dirigirme a esta ilustre asamblea, donde están presentes personalidades ilustres cuyas funciones y responsabilidades son tan decisivas, tanto en el presente como en el futuro, para la dignidad en el trabajo de mujeres y hombres del mundo entero.
Una de las principales responsabilidades de aquellos a quienes el voto confirió el deber de garantizar la libertad y promover la equidad de las sociedades en que vivimos es contribuir activamente a que los derechos de los ciudadanos ocupen el lugar central que les corresponde en las decisiones políticas que determinan el futuro de la humanidad.
Como portugués y como europeo, la honra y el placer de dirigirme a esta Conferencia son tanto mayores cuanto es justo reconocer que tanto el modelo de protección social dominante en Europa como la evolución de las relaciones laborales en Portugal deben mucho, muchísimo, a los decenios de investigación seria y de cooperación técnica con la OIT.
Quisiera también agradecer esta oportunidad que me dan de dirigirme a ustedes en portugués, un idioma en el que se expresan más de 200 millones de personas de varios continentes con culturas tan ricas como variadas.
La segunda mitad del decenio de los noventa demostró que la OIT encara con plena lucidez y determinación el desarrollo de su lugar en el sistema de las Naciones Unidas y que está consolidando nuevos métodos de acción capaces de optimizar el papel del tripartismo internacional en las reivindicaciones progresistas de los derechos laborales.
Considero fundamental que estos esfuerzos sean bien sostenidos y lleguen a buen puerto por lo que deseo contribuir al debate sobre las antiguas y las nuevas formas de desigualdad inducidas por la economía así como sobre la definición misma de las fronteras de la decencia y dignidad en el trabajo.
El mundo en que vivimos es muy distinto del mundo que nos vio nacer. Los sistemas de valores y aspiraciones sociales, las relaciones entre los ciudadanos y los Estados-nación y las relaciones entre distintos países y espacios regionales están hoy sujetos a condiciones que en la época en que nació y se desarrolló esta Organización no existían.
Sin olvidar otros factores condicionantes, me gustaría poner de manifiesto tres dimensiones: la mundialización de los flujos financieros; la transnacionalización de las actividades empresariales y el desarrollo de las tecnologías de la información y de las comunicaciones. Estoy convencido de que tales factores han modificado las premisas del desarrollo económico en todo el mundo y hasta de la propia solidaridad social, de la gobernabilidad de las sociedades contemporáneas y las representaciones colectivas del tiempo, del espacio y, lo que es aún más importante, las relaciones de poder en el mundo de hoy.
Es cierto que la mundialización de los mercados financieros, el incremento del poder de las empresas transnacionales y la revolución de las tecnologías de la información y de la comunicación crearon al mismo tiempo oportunidades de desarrollo sin precedentes pero también agravaron la situación de desigualdad en que están sumidas inmensas regiones del mundo y poblaciones enteras que se encuentran más que nunca apartadas del juego de la competencia mundial y de los beneficios de los cambios en curso.
En mi opinión, nos encontramos ante nuevos riesgos y serias amenazas a las reglas, sistemas y organizaciones a los cuales la historia reconoce un papel decisivo en la promoción y defensa de los valores de la dignidad humana y de la solidaridad social.
Lo reafirmo una vez más: no considero que los imperativos de la competencia empresarial nos condenen a elegir entre eficiencia económica y justicia social, opciones que se excluirían mutuamente.
Recuso la tesis según la cual la intervención de los poderes públicos nacionales y de las organizaciones internacionales se limitarían, hoy por hoy, a un espacio tan exiguo que, en muchos casos, sería incapaz de asegurar la efectividad de los derechos civiles y políticos y que al mismo tiempo transformaría los derechos sociales en un lujo que tan sólo sería posible en las regiones y épocas de mayor prosperidad.
Como todos sabemos, en el seno de la comunidad científica, los sindicatos, las organizaciones empresariales y en las propias instituciones políticas cada vez son más las voces y los argumentos que se alzan contra la inevitabilidad de los supuestos determinismos económicos y tecnológicos. Cada vez está más claro que el mundo en que vivimos y el futuro que podemos construir no están condenados a ser un espacio y un tiempo en que los más grandes y los más poderosos vencen siempre a los más pequeños y vulnerables y en que la ética social se sacrifica siempre a la competitividad empresarial o incluso a las lógicas especulativas de los mercados financieros.
Por lo que se refiere a este último aspecto, desearía insistir en que me parece indispensable desarrollar en el seno de las organizaciones internacionales como la OIT y otras un debate pormenorizado sobre las formas de reglamentación de los mercados internacionales de capitales ante algunos movimientos que son de cariz exclusivamente especulativo. Se sabe que han sido responsables de choques y perturbaciones en la economía y en los sistemas de empleo y que han tenido repercusiones sociales muy graves. Es harto sabido que existen propuestas, a las que se han suscrito reputados economistas, que apuntan a encauzar esos movimientos y reducir al mínimo sus repercusiones más funestas creando, al mismo tiempo, las condiciones necesarias para consolidar formas más equilibradas y solidarias de relaciones entre las naciones.
No me parece legítimo pasar por alto estas contribuciones ni tampoco aplazar aún más tiempo un esfuerzo serio y concertado en el ámbito de las instituciones internacionales para evaluar su rigor y viabilidad. Estoy convencido de que si no vamos por ese camino se irá perdiendo poco a poco la esperanza de poder introducir mayor racionalidad en el sistema económico internacional. A mi modo de ver, no sólo podemos sino que también debemos obrar por que la economía mejore las condiciones de que dispone la humanidad para satisfacer sus necesidades y su anhelos, pero tan sólo en el marco de una ética social humanista será posible encontrar los valores que permiten estructurar y cohesionar las sociedades, así como las instituciones políticas democráticas a quienes compete regular las relaciones entre los hombres y las relaciones entre el hombre y la naturaleza.
Quisiera ahora entrar en algunos temas que, aunque se centran mayormente en Europa, espacio económico y cultural en el que se integra mi país, me permitirán abordar cuestiones más generales relativas al trabajo y al empleo.
Durante los dos últimos decenios, el llamado Estado de bienestar europeo ha recibido críticas de quienes consideran que es imposible responder al mismo tiempo y eficazmente al triple desafío de la competencia económica, la promoción del empleo y la limitación de las desigualdades sociales. A pesar de los millones de pobres y de desempleados que viven en Europa, los sistemas de relaciones laborales, los modelos de protección y la mayoría de los instrumentos de promoción de la ciudadanía social han sido, y en algunos casos siguen siendo criticados por ser supuestamente responsables de la pérdida de la competitividad europea.
Todos recordamos sin duda las recetas simplistas que, en nombre del fomento del empleo, afirmaban la necesidad de reducir en Europa los niveles y el alcance de las garantías cívicas y sociales que la distinguen de las demás regiones del mundo.
Me encuentro entre quienes consideran que el llamado modelo social europeo con su sistema de relaciones laborales se encuentra en la base de los decenios de crecimiento económico y progreso social que han conocido los países democráticos europeos en la posguerra.
Pero también estoy entre quienes saben que tal modelo no fue resultado de un automatismo económico o tecnológico, sino por el contrario, de un esfuerzo ininterrumpido de las sociedades democráticas avanzadas para limitar y corregir mediante un ámbito institucional adecuado las desigualdades inducidas por las economías de mercado.
No creo que la solución a las dificultades de la competitividad de las empresas, o a los problemas del empleo o del desempleo, ante los que se enfrentan las sociedades europeas, pueda ni deba pasar por el desmantelamiento, aunque se realice cautelosamente con esa característica común de nuestra identidad colectiva que es el vínculo estrecho entre los derechos cívicos, sociales y políticos de los ciudadanos.
Ante esta audiencia no me limitaré a enumerar o discutir los motivos que me han llevado a unir mi voz a quienes constatando la crisis del sistema del empleo, del sistema de relaciones laborales y de los modelos de protección social europeos luchan por su reinvención, o sea, para adecuarlos mejor a los desafíos de la equidad europea y de la eficiencia económica de nuestros días. Sé que estoy hablando de una de las tareas más difíciles, pero también de las más importantes que nos impone hoy la gobernabilidad de nuestras sociedades.
Reinventar las condiciones del pleno empleo, adaptar los sistemas de relaciones laborales a los cambios económicos y a las nuevas divisiones sociales y mejorar el nivel y la equidad de los sistemas de protección social en función de los cambios previstos o que han tenido ya lugar son, por supuesto, tareas cuya importancia nadie ignora. Y añadiré que tales transformaciones, aunque urgentes, no podrán realizarse de la noche a la mañana y que tampoco podrán concretizarse sólo por un gobierno de cada uno de los Estados miembros de la Unión Europea o candidato a la Unión Europea.
El reto al que nos enfrentamos en Europa no consiste en defender a cualquier precio un modelo que precisa reformas, sino que consiste en encontrar respuestas eficaces y adaptar la legislación del trabajo, las instituciones y las prácticas de diálogo social y de negociación colectiva a las exigencias de una competencia económica en que la innovación y los conocimientos ocupan un lugar sin precedentes. Es el de reestructurar los sistemas de protección social para poder erradicar la pobreza, es el de facilitar la integración social de los grupos más vulnerables. En suma, es limitar las desigualdades y promover la equidad social y la dignidad en el mundo del trabajo.
Estoy firmemente convencido de que la respuesta a un reto tan complejo implica un serio esfuerzo de concertación social tripartita y que es esta última la que, a su vez, obliga a un cierto atrevimiento y disponibilidad recíproca en materia de compromisos políticos. Sin esa apertura al diálogo y sin un compartimiento de responsabilidades entre los protagonistas institucionales de la vida política y social, sin esa conciencia de que el bien colectivo y la noción de servicio público deben primar sobre los intereses y estrategias particulares, disminuirá, sobremanera a mi parecer, la probabilidad de que podamos contribuir a la edificación de sociedades realmente inclusivas. La acción política, la administración pública y, de un modo general, el conjunto de las instituciones sociales corren el riesgo, si eso ocurriera, de que se los considere, no ya como un instrumento activo de la democracia participativa, sino como un adorno superfluo en la vida de los ciudadanos. Esto no lo podemos consentir.
La Cumbre Social de Copenhague de 1995, la Conferencia Ministerial de la Organización Mundial del Comercio, que tuvo lugar en Singapur en 1996, iniciaron el camino que la Declaración de la Organización Internacional del Trabajo relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo y su seguimiento, adoptada en este foro en 1998, desarrolló y explicitó.
Desearía reafirmar, en esta Conferencia, la adhesión de Portugal a ese núcleo fundamental de valores, y les puedo garantizar que estoy profundamente convencido de que la dignidad humana y el progreso social del conjunto de la humanidad tienen mucho que esperar de los métodos de acompañamiento que dicha Declaración estipula. Portugal, que forma parte de la OIT desde su fundación, se enorgullece de pertenecer al grupo de países que ratificaron los ocho convenios que consagran las normas de la OIT, que dan cuerpo a esos cuatro pilares de los derechos fundamentales en el trabajo.
Tengo el placer de anunciarles de primera mano que acabamos de ratificar el Convenio sobre las peores formas de trabajo infantil, 1999 (núm. 182).
Durante los decenios de dictadura, los derechos de la ciudadanía fueron coartados en nuestro país, así como las oportunidades de desarrollo económico y social, por lo cual el país sabe el valor que tienen la libertad sindical y el reconocimiento efectivo del derecho de negociación colectiva para la eliminación del trabajo forzoso, la abolición efectiva del trabajo infantil, así como la eliminación de la discriminación en el ámbito del empleo y de la formación.
Portugal ve con optimismo el papel de la OIT en el mundo actual y entiende que debe contribuir a que esta Organización Internacional disponga siempre de los medios necesarios para realizar plenamente su indispensable tarea de foro de regulación social del desarrollo económico y del progreso social.
En los últimos años, Portugal ha aumentado y desarrollado su cooperación con la OIT, tanto en el ámbito bilateral como en el plano multilateral. De esa cooperación quisiera poner de manifiesto, tanto el programa para el desarrollo del diálogo social en los países africanos de idioma oficial portugués, como el proyecto de cooperación técnica, pionero en los países desarrollados, para la erradicación efectiva del trabajo infantil en nuestro país. En ambos casos, hemos valorado de manera muy positiva los resultados obtenidos, lo cual constituye una razón suplementaria para considerarnos como adeptos partidarios entusiastas de las ventajas de la cooperación con la OIT, tanto para los países desarrollados, como para los países con niveles de desarrollo menos consolidados.
En este año en que la Conferencia Internacional del Trabajo aplica por vez primera la metodología adoptada en 1998, metodología de evaluación de los progresos realizados en el primero de los cuatro pilares que constituyen los derechos fundamentales del trabajo, la libertad sindical y el derecho de negociación colectiva, me congratulo vivamente por los esfuerzos que se están realizando para completar el conjunto de instrumentos de intervención del tripartismo.
Por esa misma razón, Excelencias, quisiera terminar mi intervención haciendo una sugestión y un llamamiento. La propuesta consiste en utilizar y sacar partido de todas las potencialidades que se desprenden de las nuevas tecnologías de la información y de la comunicación, para que las opiniones públicas del mundo entero conozcan mejor y más rápido los problemas del trabajo en el mundo y las medidas que se toman para que en todo el planeta sean cada vez menos los niños, mujeres y hombres forzados a trabajar en condiciones indignas.
Todos los que como yo, y felizmente muchos otros en el mundo entero, lucharon por la dignidad y por el derecho del pueblo de Timor oriental a disponer de sí mismo, saben que las opiniones públicas pueden constituir un factor decisivo para la creación y establecimiento de las condiciones necesarias para que la libertad y la ciudadanía recorran el camino que va desde las proclamaciones abstractas a su ejercicio cotidiano por el ciudadano. De ahí se desprende también el llamamiento que yo quisiera lanzar aquí a la comunidad internacional de los intelectuales, los artistas, los escritores y los periodistas.
Pido desde esta prestigiosa tribuna que apoyen a la Organización Internacional del Trabajo, con la generosidad propia de quienes decidieron ponerse del lado de las grandes causas de la humanidad, en la realización de una campaña mundial en pro de la dignificación del trabajo.
Mediante la palabra escrita, la imagen, la danza, el teatro y recurriendo a medios de difusión que tienen la eficacia de los antiguos y nuevos medios de comunicación, sería posible crear un movimiento de toma de conciencia de la opinión pública internacional acerca de la injusticia, las desigualdades y la exclusión que continúan impidiendo la realización plena, en el mundo del trabajo, de las extraordinarias capacidades humanas de creación y progreso.
Estética, técnica y ética no tienen por qué seguir siendo momentos aislados de la vida. ¿Por qué no unirlas y aunarlas en un magnífico lazo solidario? Ahí queda este llamamiento.
Puesto al día por HK. Aprobada por RH. Ultima actualización: 5 de junio de 2000.