La transformación del modelo de regulación laboral mexicano y sus vínculos con la integración económica en América del Norte
Resumen
El presente artículo analiza las transformaciones del modelo laboral mexicano en sus diferentes etapas. La primera que corresponde a la inclusión selectiva de los asalariados entre los beneficiarios del desarrollo basado en el mercado interno. La segunda con la desactivación de la protección laboral debido a las recurrentes crisis económicas y la reorientación del modelo económico hacia las exportaciones en el marco del Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y finalmente la etapa actual que se inicia con profundas reformas institucionales vinculadas a las negociaciones comerciales con los Estados Unidos. Por último, se presenta la génesis y las características del nuevo modelo laboral, con base en las reformas de la Constitución (2017) y de la Ley Federal del Trabajo (2019) y las implicaciones que tendrán para los trabajadores. Como hilo conductor del análisis, el artículo se centra en la relación entre el modelo de regulación laboral mexicano y la liberalización comercial.
Introducción
El funcionamiento del modelo de regulación laboral mexicano ha atravesado por distintas etapas desde que se institucionaliza, entre 1917-1931, y, posteriormente, se asienta en el sistema político posrevolucionario, en la década de 19401. La primera etapa podría considerarse de inclusión selectiva de los trabajadores asalariados en el grupo de beneficiarios de un modelo económico impulsado por el mercado interno (desde el decenio de 1930 hasta mediados del decenio de 1970). La segunda está marcada por el debilitamiento de la protección que ofrecían las instituciones laborales a raíz de las sucesivas crisis económicas y por la reorientación hacia un modelo de crecimiento basado en las exportaciones y la integración económica con los países del norte del continente. Por último, la etapa más reciente se inicia con la reforma del artículo 123 de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, de 24 de febrero de 2017, y su desarrollo reglamentario en la Ley Federal del Trabajo (2019). El origen de estas reformas se encuentra en la negociación del Acuerdo Transpacífico de Cooperación Económica (TPP) y del Tratado Comercial entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC)2, así como también en las arraigadas reivindicaciones a favor de la democratización del mundo del trabajo en el país, que se remontan como mínimo a la insurgencia sindical de los años setenta y, posteriormente, a la alternancia política en México en julio de 2018.
La institucionalización del viejo modelo de regulación laboral fue resultado de un doble proceso legislativo y político. Por una parte, la aprobación de la legislación reglamentaria del artículo 123 de la Constitución de 1917 (Ley Federal del Trabajo 1931)3; y, por otra, la inserción en 1938 de las organizaciones sindicales en la estructura de un partido de Estado (el Partido de la Revolución Mexicana), que se mantuvo ininterrumpidamente en el poder entre 1929 (inicialmente llamado Partido Nacional Revolucionario) y 2000 (posteriormente llamado Partido Revolucionario Institucional) (Bensusán 2000).
Como advierte Lorenzo Meyer, uno de los rasgos definitorios del sistema político mexicano en el pasado fue su autoritarismo, si nos acogemos al sentido que Juan Linz otorga a este concepto en su estudio clásico sobre los regímenes políticos (1975). Este régimen se caracterizó por un pluralismo limitado, por una ideología sin contornos definidos y sin una gran movilización social, salvo en su fase inicial. Si bien es cierto que se presentaba como democrático, y así se establecía formalmente en la Constitución de 1917, una única coalición política detentó el poder en el país desde la emergencia del nuevo orden posrevolucionario hasta el año 2000. A partir de 1929, esta coalición pasó a ser un partido de Estado que controlaba el Poder Ejecutivo federal y los gobiernos locales, así como a una mayoría de miembros del poder legislativo y del poder judicial. Así se consolidó la «monopolización efectiva y continua del poder». En pocas palabras, el proceso de formación del Estado mexicano se caracterizó principalmente por la centralización del poder alrededor de la figura del Presidente, la ausencia de división de poderes en la práctica y el corporativismo de las organizaciones sociales (tanto obreras como campesinas) representado en un partido de Estado (Meyer 1977).
Como suele ocurrir en este tipo de regímenes políticos, según Schmitter (1978), el arreglo corporativo-estatista implicaba el reconocimiento de monopolios de representación de los intereses de los trabajadores, que actuaban como interlocutores privilegiados frente al Gobierno. El corporativismo mexicano, que se conforma hacia finales de la década de 1930 y se consolida en la década siguiente, amplió las bases sociales del régimen posrevolucionario. Propició que los trabajadores afiliados a los sindicatos obtuvieran algunas ventajas a cambio de su lealtad y creó los cauces institucionales para que el Estado se apropiara del control de los conflictos sociales y políticos (Meyer 1977; De La Garza 1988 y 1991). Este proceso que llevó al corporativismo en el mundo sindical encontró un importante respaldo institucional en la promulgación de una legislación laboral que, pese a su aparente pluralismo, no reconocía otra representación para los trabajadores que la de las organizaciones que gozaban del apoyo del Estado y que se encontraban bajo el control político de este. Para ello se recurrió a formas coactivas de afiliación en la contratación colectiva (cláusulas de exclusión, que generaban la afiliación sindical obligatoria) y se favorecieron prácticas que equivalían a ausencia de democracia interna y de transparencia en la vida sindical, condiciones que llevaron a la conformación de mayorías artificiales (Bensusán 2000 218).
De esta manera, a pesar de la transición política a la democracia iniciada en 1988 o antes, según otros estudiosos de este proceso4, y de la alternancia política en el Gobierno a raíz de la victoria de un candidato opositor al PRI (Partido Revolucionario Institucional) en las elecciones a la Presidencia de la República en el 2000, el corporativismo estatal quedó blindado y siguió operando al servicio de partidos políticos y modelos económicos diferentes. Eso explica que la transición laboral se postergara y que la democratización sindical quedara pendiente y a la espera de una mejor oportunidad.
Por el contrario, las reformas laborales adoptadas a lo largo de las últimas nueve décadas preservaron los tres pilares de ese modelo: el control estatal del proceso organizativo y reivindicativo; la intervención del Poder Ejecutivo en la resolución de los conflictos a través de un sistema de justicia tripartito; y la concentración del poder en las directivas sindicales. Conviene destacar que la administración de justicia en materia laboral formó parte, a través de las juntas de conciliación y arbitraje, del ámbito del poder ejecutivo. Integradas por los representantes del Gobierno, los trabajadores y los empleadores, estas juntas constituían un mecanismo de control del sistema por parte del Gobierno, que podía desempeñar a la vez el papel de juez y parte interesada5. La situación de debilidad del Estado de derecho hizo posible la aplicación de este modelo, caracterizado por un diseño ambiguo y altos niveles de discrecionalidad, pudiendo operar de manera distinta bajo las dos estrategias de desarrollo por las que atravesó el país.
En un principio, cuando el crecimiento económico se centró en impulsar el mercado interno, dentro de un contexto de sustitución de las importaciones, el modelo laboral se tradujo en la inclusión de los asalariados formales entre los beneficiarios del desarrollo (De La Garza 1988 y 1991; Palma 2011). Posteriormente, cuando se puso de manifiesto la crisis del viejo modelo económico y las consecuencias derivadas de ese agotamiento obligaron a reorientarlo, a partir de la liberalización comercial, hacia las exportaciones, principalmente hacia los Estados Unidos, se impuso una tendencia a la flexibilización laboral y la precarización del empleo que ha perdurado hasta la actualidad, lo que se ha traducido en la pérdida del poder adquisitivo de los salarios y del acceso a las prestaciones de los trabajadores6.
Como vamos a exponer en el presente artículo, diversos mecanismos y prácticas se conjugaron para desactivar el sentido de protección que debían brindar las instituciones. Desde el punto de vista de los sucesivos gobiernos mexicanos y del interés de las empresas multinacionales, esta estrategia cumplió sus objetivos, logrando imponer una política de salarios bajos sin alterar la paz laboral, lo que resulta sorprendente (Bensusán, Carrillo y Ahumada Lobo 2011). En consecuencia, durante los últimos cuatro decenios, entre mediados de 1980 y 2018, los sucesivos gobiernos con orígenes y signo político diversos (el PRI y el PAN) mantuvieron esta estrategia y llevaron a cabo la misma política económica. A raíz de ello, se postergaron las reivindicaciones en favor de la democratización del modelo laboral que, por ejemplo, la insurgencia sindical había propugnado durante los años setenta. Por otra parte, el sistema de representación sindical se desvirtuó casi por completo, de forma que servía más para justificar los intereses de los empleadores y garantizar la paz laboral que para defender a los trabajadores, todo ello a cambio de ventajas económicas indebidas para los dirigentes sindicales afines, un fenómeno sobre el que existe un amplio consenso entre los investigadores (De Buen 2013; Blanke 2007; Bensusán y Middlebrook 2013; Vega 2019).
La tercera etapa, que se inició con la reforma constitucional del 24 de febrero de 2017 y la legislación laboral que la reglamenta, del 30 de abril de 2019, implica una transformación radical del viejo modelo orientada a devolver el ejercicio de los derechos colectivos a los trabajadores. A partir de diciembre de 2018, fue acompañada por una nueva política laboral y de recuperación de los salarios, adoptada por la nueva administración (García, Carrillo y Bensusán 2019).
Esta transformación se explica en parte por las presiones internacionales vinculadas a las negociaciones de acuerdos comerciales (TPP y T-MEC), pero hay otros factores. Como hemos dicho más arriba, los antecedentes de estos cambios se encuentran en las reivindicaciones de diversos sectores, como las que arrancan en la insurgencia sindical de los años setenta con el movimiento «Tendencia Democrática», del sindicato nacional de trabajadores electricistas. Además, se han llevado a cabo varias iniciativas para constituir sindicatos independientes, aunque con escaso éxito (Trejo Delabre 1978). Estas demandas fueron recogidas más tarde en diversas iniciativas de reforma promovidas por partidos de oposición, sindicatos independientes y expertos laborales (Bensusán y Middlebrook 2013) y, en las últimas elecciones presidenciales de julio de 2018, han formado parte del programa político del candidato ganador en lo que respecta a libertad sindical y política salarial7.
A fin de desarrollar estos argumentos, el presente artículo analiza a continuación las transformaciones que ha experimentado el funcionamiento del modelo laboral en sus dos primeras etapas. Después, compara los acuerdos y normas laborales vinculados al Tratado de Libre Comercio de América del Norte (TLCAN) y el Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC) con objeto de mostrar las diferencias entre ambos. Por último, presenta la génesis y las características del nuevo modelo laboral, con base en las reformas de la Constitución, en 2017, y de la Ley Federal del Trabajo, en 2019, así como las consecuencias que han tenido para los trabajadores. Como hilo conductor del análisis, nos centramos en la relación entre el modelo de regulación laboral mexicano y la liberalización comercial.
De la inclusión selectiva a la desactivación de la protección a los trabajadores
Entre las décadas de 1950 y 1980, el funcionamiento del modelo de regulación laboral favoreció especialmente a los trabajadores ubicados en los sectores más dinámicos de la economía, como el petróleo, la minería o la industria automotriz. Así fue mientras el crecimiento económico estuvo supeditado a la expansión del consumo interno. Este modelo alcanzó su esplendor en las grandes empresas privadas y estatales, donde reinaba el sindicalismo oficial debido a los vínculos de este con el Estado. Estos acuerdos institucionales arrojan sus mejores resultados en el periodo que llega hasta mediados de los años setenta, una etapa conocida como «desarrollo estabilizador» que se caracterizó por el crecimiento de la economía y de los salarios reales, así como por la estabilidad de los precios. A cambio de la paz laboral, se produjo un intercambio sustantivo de ventajas en materia de salarios, seguridad social, auge del poder adquisitivo y prestaciones sociales8. Si bien los sindicatos se mantuvieron alejados de la esfera productiva, hubo una negociación política («negociación controlada») de los salarios que permitió asociarlos a la productividad del sector, al menos en los sectores más avanzados como la industria automotriz (Reyna 1978; Palma 2011)9.
En la segunda etapa de la evolución de este modelo laboral, marcada por las sucesivas crisis económicas (años 1976, 1983, 1987 y 1994) y, posteriormente, por el modelo exportador (con la firma del TLCAN), el avance de la flexibilidad laboral en sus diversas dimensiones (numérica, funcional, tiempo de trabajo, etc.) se produjo a través de los hechos y sin que se introdujeran reformas legales. La calidad de los empleos sufrió un deterioro a través de las pérdidas experimentadas en las negociaciones de contratos colectivos y contratos ley en sectores industriales importantes de la economía. Otro factor fue la creciente expansión de los procesos de subcontratación, como ocurrió en la industria automotriz. Estos procesos propiciaron una mayor externalización de los empleos hacia empresas proveedoras de autopartes y de otros servicios especializados como la logística (Arteaga y Carrillo 1988).
Este proceso, así como la caída abrupta de los salarios y su posterior estancamiento, fueron el resultado de la desactivación de las instituciones laborales gracias a las cuales se habían logrado avances importantes en la etapa anterior. Ejemplos de ello son la negociación colectiva con las empresas más importantes, que anteriormente había sido favorecida por el Estado; y la política salarial activa, de cuya implementación se había encargado la Comisión Nacional de los Salarios Mínimos (CNSM) desde la década de 1960, pero que, a partir de 1982, con el comienzo de las privatizaciones, deja de operar de conformidad con su mandato y toma el sentido contrario (De La Garza 1992; Bensusán 2019a).
A fin de encarar las sucesivas crisis de los años ochenta, los gobiernos propiciaron pactos económicos con las centrales sindicales aliadas con objeto de hacer descender la inflación mediante incrementos salariales que, eventualmente, terminarían siendo menores que el crecimiento de los precios. Esta estrategia produjo una considerable pérdida del poder adquisitivo del salario mínimo en términos reales, que, según las estimaciones de la CNSM, en 2016 habría alcanzado el 25 por ciento del valor real que tenía en 1982 (Moreno-Brid y Garry 2015)10. Los salarios contractuales, a su vez, se vieron afectados, primero por la fijación de límites a los incrementos resultantes de los pactos económicos; y más tarde, por la imposición implícita de límites al salario mínimo en las negociaciones, siguiendo la pauta de los porcentajes de incremento al salario mínimo anual fijados por la CNSM. De hecho, puesto que eran las propias autoridades laborales las que controlaban la negociación colectiva en los sectores más importantes de la economía (correspondientes a la jurisdicción federal), la imposición de topes salariales encontró los cauces institucionales para hacerse efectiva al margen de las crisis inflacionarias (De la Garza 1993). Estas políticas de ajuste salarial incluidas en los pactos económicos fueron acompañadas de otras medidas, en materia fiscal y cambiaria, así como de privatizaciones y apertura comercial, lo que daría lugar a la entrada de México en el GATT en 1986 (ibid.)11.
Si bien el sindicalismo oficial especialmente en 1983 y 1987 amenazó con convocar huelgas generales para impedir un proceso de ajuste a costa de los trabajadores, lo cierto es que los dirigentes de las centrales sindicales más importantes terminaron alineándose con la política gubernamental (Bensusán 1987, 262). Desde entonces, en las empresas públicas y privadas han sobrevivido pocos contratos colectivos sin cambios drásticos en las condiciones laborales, por ejemplo, en la industria automotriz. Aunque los niveles de flexibilidad contractual variaron, tendió a aumentar la unilateralidad en las decisiones sobre el cambio tecnológico, la contratación de trabajadores eventuales y trabajadores de confianza, y la movilidad laboral (De La Garza 2000, 204-205).
La proliferación de los contratos de protección al empleador (CCPE), que fueron el resultado de una amplia distorsión del ejercicio de los derechos colectivos bajo el control de las directivas sindicales, fue un paso decisivo para transitar hacia un modelo exportador basado en la precariedad y los bajos salarios. Entendemos por CCPE «los instrumentos acordados con el secretario general de un sindicato sin vida real, pero con registro ante la autoridad y aceptado por el empleador, con el propósito de permitirle a este eludir una auténtica bilateralidad en la determinación de las condiciones de trabajo» (Bensusán 2007a). En la práctica, consistía en un mecanismo de colusión entre el sindicato y la empresa que implicaba un «fraude de ley». Los CCPE, que pueden verse como una deformación del viejo régimen corporativo, se apoyaron en diversos aspectos del modelo laboral posrevolucionario: la ausencia de autonomía colectiva frente al Estado; la división arbitraria de regímenes de jurisdicción federal y local según las industrias para el ejercicio de derechos colectivos; el uso restrictivo de la tipología sindical (sindicatos de empresa, industria, gremiales, etc.) en los procesos de registro (lo que fomentaba la fragmentación sindical y las divisiones artificiales); la ausencia de un procedimiento reglado de negociación colectiva en el que se hubiera acreditado previamente el aval de los trabajadores al sindicato negociador y la aprobación posterior de su contenido por sus beneficiarios; los poderes coactivos de afiliación (cláusulas de exclusión)12; la ausencia de reglas para impulsar la democracia interna, la transparencia y la rendición de cuentas y la tendencia a negociar por empresas o plantas junto a la falta de una estructura de representación sindical en la empresa, como es el caso de los delegados, salvo pocas excepciones (ibid.). Salvo estos dos últimos rasgos del viejo régimen sindical, todos los aspectos anteriores han sido reformados en la Ley Federal del Trabajo, en 2019, como examinaremos en la última sección del presente artículo.
Aunque los CCPE gozaban de arraigo en el país y hay constancia de que ya existían a mediados de los años treinta, quedaron relegados a los sectores de la construcción y del vestido al menos hasta finales de la década de 1980 (Bensusán 2007a). Sin embargo, la nueva economía vinculada a la reestructuración productiva y al modelo exportador encontró en este instrumento un recurso valioso para su expansión. Si bien es cierto que, en el marco de este arreglo institucional, los sindicatos gozaban formalmente de considerables poderes coactivos en la negociación, en la práctica, los CCPE hicieron posible que se impusiera una extendida unilateralidad patronal en la fijación de las condiciones de trabajo. Así sucedió en el caso del sector de los servicios (compañías aéreas, bancos y empresas comerciales, por ejemplo, en las dedicadas a la venta al por mayor o al por menor), la industria maquiladora de exportación en el norte del país y la rama de mayor éxito en el modelo exportador: el sector de autopartes en la industria automotriz (Bouzas 2007; Bensusán y Reygadas 2000; Carrillo y Gomis 2013).
La apertura comercial y el modelo exportador: consecuencias para los trabajadores, una revisión de la literatura
En esta sección se muestra la correlación entre la desactivación institucional de la protección a los trabajadores y el proceso de apertura comercial e integración económica en el norte del continente. La reestructuración productiva en diversos sectores, como la industria automotriz, así como la expansión de la industria maquiladora de exportación, dieron lugar a la configuración de un nuevo proceso de inserción en la economía mundial que vino acompañado de precarización del empleo y caídas de los salarios, una tendencia que se acentúa a partir de finales de la década de 1980.
A este respecto, Bizberg (2015b, 44) considera que México evolucionó hacia un modelo de «capitalismo de subcontratación internacional», con un aparato productivo «[…] desarticulado debido a que la configuración de la estructura productiva se lleva a cabo en el exterior». Este autor entiende por subcontratación internacional el proceso por el cual México importa insumos de los países asiáticos para, previa contratación con empresas multinacionales, ensamblarlos y exportarlos, principalmente a Estados Unidos. Asimismo, se caracteriza por una débil intervención del Estado en la economía, y por una prácticamente inexistente coordinación entre los sindicatos y el sector empresarial, principalmente debido a la atomización y debilidad de la organización de los trabajadores. Además, según Bizberg, este tipo de capitalismo coincidió con «un sistema de relaciones industriales dominado por la flexibilidad y un sistema de bienestar residual y orientado hacia el asistencialismo» (ibid., 44).
El caso de la industria maquiladora de exportación permite ilustrar la correlación que existe entre esta forma de integración en la economía mundial, la desactivación del sentido protector de las instituciones laborales y la calidad de los empleos. Así lo muestran los estudios realizados por el Colegio de la Frontera Norte a partir de encuestas realizadas en 1990 y 2000 y, en particular, por Carrillo y Gomis a fines de la década del 2000 (2013, 35 y 51-52). Estos estudios revelan que, entre los factores que llevaron a la localización de esta industria en el país, se encuentran los bajos niveles salariales, la ausencia o mala calidad de la representación sindical y su proximidad geográfica a los Estados Unidos, puesto que se ubicó inicialmente en la zona fronteriza.
Se ha demostrado que una característica de las empresas multinacionales maquiladoras (frente a otro tipo de empresas) fue la densidad del empleo de mujeres y la existencia de empleos más precarios. La presencia de mujeres era mayor en las empresas estadounidenses, en las instaladas en el norte del país y en las de menor tamaño. La situación de los trabajadores en las empresas maquiladoras era peor tanto por el salario que percibían como por la ausencia o las deficiencias de la representación sindical13, y allí donde mayor era el uso intensivo de trabajo femenino, más grave era la situación. Sin embargo, se observaron diferencias según las ciudades: en Tijuana la presencia de mujeres (alrededor del 70 por ciento) era superior a la de Ciudad Juárez (55 por ciento). También se detectaron variaciones según los sectores ya que, por ejemplo, en el sector de autopartes casi el 70 por ciento de los trabajadores eran hombres, mientras que en la industria electrónica más del 75 por ciento eran mujeres (ibid., 35). También se observó que, a mediados de la década del 2000, se inició una tendencia a un mayor contrapeso en la proporción de hombres y mujeres en las empresas maquiladoras, aunque estas siguieron siendo predominantes (ibid., 36).
Estos datos son corroborados por una investigación sobre cinco casos de éxito económico y productivo en diversas empresas maquiladoras ubicadas en el Estado de Chihuahua. De dicho estudio se desprende que el crecimiento del empleo y el de la productividad bajo el modelo exportador no se tradujeron en una mejora de los salarios, tal como se había prometido al firmar el TLCAN. Los factores principales que llevaron a ese desenlace fueron las presiones macroeconómicas, la restrictiva política de salarios mínimos adoptada desde los años ochenta, las inercias corporativas y la fuerza de las asociaciones maquiladoras que impusieron la caída artificial de los salarios contractuales a los trabajadores. Debido a la ausencia de sindicatos verdaderamente representativos, con capacidad de negociación y apoyo de las bases, la fijación de los salarios siempre se hizo unilateralmente o a través de los CCPE, y sistemáticamente por debajo de los incrementos de la productividad e incluso de la inflación. Otro factor fue la ausencia de mecanismos para incentivar la participación de los trabajadores en la gestión productiva. Todo ello llevó a que, incluso en las empresas modelo con éxito en sus sectores, los trabajadores no vieran mejorar sus salarios ni sus condiciones de trabajo y quedaran excluidos del éxito cosechado por el modelo exportador. En ese mismo estudio se mostró que, entre 1981 y 1988, se registró un deterioro de los salarios de obreros y técnicos, así como un leve aumento de las prestaciones, incluyendo las que correspondían a los empleados, que, a diferencia de los trabajadores, habían mejorado también sus sueldos (Bensusán y Reygadas 2000, 39 y 53-54).
Asimismo, según otro estudio sobre el sector de la industria maquiladora del vestido, realizado a mediados de la década de 2000, las condiciones laborales en las empresas proveedoras de diversas marcas se caracterizaban por una alta rotación laboral y movilidad geográfica, el uso intensivo de mano de obra, la baja calificación de los trabajadores y los bajos salarios, una escasa o nula sindicación y una acentuada vulnerabilidad de los trabajadores. La precariedad era aún mayor en los empleos que se ubicaban en los eslabones más débiles de la cadena productiva: los talleres clandestinos y el trabajo a domicilio (Bensusán 2008).
Por su parte, la reestructuración en la industria automotriz supuso una mayor integración en la economía de los Estados Unidos y, por ende, una nueva composición técnica de su fuerza de trabajo, que se vio impulsada a partir de un proceso de relocalización hacia el norte. Este proceso llevó aparejada la expansión de empresas maquiladoras de exportación (por ejemplo, autopartes) que no existían en el país, lo que amplió la subcontratación de obras y servicios en el sector. Además, se incorporaron más mujeres a la fuerza de trabajo, se flexibilizaron los viejos contratos de trabajo y se abrieron nuevas plantas en el norte del país con contratos colectivos limitados a los mínimos establecidos en la Ley Federal del Trabajo. A todo ello hay que sumar la caída de los salarios con respecto al nivel registrado hasta los años ochenta (Arteaga y Carrillo 1988).
Años más tarde, en el marco del TLCAN, la industria automotriz registró un éxito notable en términos de expansión del empleo y capacidad de atraer plantas automotrices. Entre 2006 y 2014, México pasaría del sexto al cuarto puesto en el escalafón de exportadores a escala mundial en este sector. Sin embargo, se produjo una convergencia negativa de los salarios en los tres países firmantes del TLCAN (Bensusán y Florez 2019)14. No solamente no se cerraron las brechas salariales entre los tres países como se había prometido, sino que en algunos casos se ensancharon. Sin embargo, hay que decir que México no solo competía con bajos salarios, sino con una creciente productividad laboral, de forma que el índice de productividad considerando el personal ocupado pasó del 86,7 en 2007 al 95,6 en 2018. Por su parte, el índice del costo unitario de la mano de obra lo hizo de 106,8 en 2007 a 99,8 en 201815.
Precisamente la industria automotriz estuvo en el centro de la controversia sobre el TLCAN surgida en los Estados Unidos y el Canadá, al acusarse a México de haber incurrido en prácticas de
Del Acuerdo de Cooperación Laboral de América del Norte (ACLAN) al anexo 23-A del Tratado entre México, Estados Unidos y Canadá (T-MEC)16
La preocupación inicial por las consecuencias negativas de las asimetrías laborales entre México, Estados Unidos y Canadá terminó diluyéndose con la firma, en 1993, del Acuerdo de Cooperación Laboral de América del Norte (ACLAN), acuerdo paralelo al TLCAN, entre estos tres países y su entrada en vigor en 1994. Este Acuerdo incluye once importantes principios, en particular, la libertad sindical y la libertad de negociación colectiva, pero no prevé ningún plan para poner fin a los bajos salarios en México como estrategia de competencia desleal. Los compromisos del ACLAN se referían sobre todo al ámbito de la cooperación, tal como indica el nombre del Acuerdo. Este instrumento también quedó fuera de los mecanismos de solución de controversias previstos en el TLCAN, que solo establecía sanciones por la violación de las denominadas normas técnicas: salarios mínimos, seguridad e higiene en el trabajo y la ocupación de menores de edad. La aplicación de estas normas solo podría ser el resultado de largos procedimientos de quejas por incumplimiento que no llegaban ni siquiera a la etapa de formación de paneles de expertos. Más que impedir el
Sin embargo, a lo largo de 25 años, la interacción entre las organizaciones sindicales y sociales de los tres países, e incluso el intercambio académico entre ellas, muchas veces al margen del ACLAN, ayudaron a que se viera a la legislación y el sistema sindical dominante en México como responsables de las tendencias laborales adversas que venían registrándose en el norte del continente17. Naturalmente, no era el único factor que explicaba una convergencia negativa en los salarios. Otro elemento coadyuvante fue, sin duda, el impacto que tuvo la cuarta revolución industrial sobre el empleo manufacturero en los Estados Unidos, donde hasta entonces los trabajadores percibían los mejores salarios. La utilización de robots y otras innovaciones permitieron incrementar la producción con un menor número de trabajadores. A ello vino a sumarse la creciente debilidad de la fuerza sindical en aquel país tanto por factores estructurales como institucionales (Tourliere 2018 y Zepeda 2016). En cualquier caso, es innegable que tanto el hecho de que se abrieran nuevas plantas automotrices en México mientras cerraban otras tantas en los Estados Unidos como la enorme brecha salarial que existía entre estos dos países despertaron en los sindicatos del país vecino un interés creciente por modificar el modelo laboral mexicano, un cambio que finalmente se daría. Por el contrario, las tentativas de aprobar en aquel país una legislación que defendiera mejor los derechos laborales individuales y colectivos de los trabajadores estadounidenses fracasaron en diversas ocasiones por la resistencia de los legisladores republicanos (ibid.).
En 2015-2016, con la negociación del TPP bajo el gobierno de Obama, Estados Unidos se desdijo de los argumentos esgrimidos en 1994, según los cuales no debía reclamarse a México un cambio en su legislación porque su normativa laboral era más exigente que la de su vecino del norte (Bensusán 1994). Por el contrario, a fin de avanzar en la negociación del TPP y bajo el pretexto de que México estaba incurriendo en prácticas de
Un contexto de mayor exigencia para México
Varios factores explican el cambio o, si se prefiere, la radicalización de las exigencias respecto de la agenda laboral, primero por parte de la administración Obama al negociarse el TPP, y posteriormente por la administración Trump al renegociarse el TLCAN (Levin 2015; Levin y Shaiken 2019). En primer lugar, estaban las evidencias sobre los bajos salarios y la disminución de los costos laborales unitarios en la industria automotriz, a los que antes hicimos referencia, apoyados en el auge de los CCPE. La violación de los derechos colectivos de los trabajadores mexicanos , denunciada ante la OIT por parte de las federaciones sindicales internacionales, fue el fundamento de las quejas formuladas contra México, que llevaron al país ante el Comité de Libertad Sindical de la OIT por vulneración de los derechos de libertad sindical y negociación colectiva19. Estados Unidos y el Canadá argumentaron que los CCPE impedían una verdadera sindicación y negociación colectiva, un objetivo que el Gobierno y los sindicatos coaligados a los empleadores también contribuían a obstaculizar. Puede mencionarse al respecto la queja (caso núm. 2694) presentada en 2009 por la Federación Internacional de Trabajadores de las Industrias Metalúrgicas y otros sindicatos ante el Comité de Libertad Sindical de la OIT, por violaciones de la libertad sindical y por la proliferación de contratos colectivos de protección20. Cabe señalar también que, en junio de 2015, en el seno de la 104.ª reunión de la Comisión de Aplicación de Normas de la OIT, en Ginebra, se discutieron denuncias graves contra México por vulnerar el principio de libertad sindical y por prácticas de simulación en la contratación colectiva, formuladas por dos importantes confederaciones sindicales internacionales, haciendo figurar al país como caso de examen de esa Organización (Bensusán y Covarrubias 2016)21. Inclusive las marcas internacionales de la industria textil que tenían contratistas en México exigieron al Gobierno de México de entonces que cambiara la legislación laboral para acabar con los sindicatos que favorecían al empleador y con los contratos de protección porque vulneraban el Convenio sobre la libertad sindical y la protección del derecho de sindicación, 1948 (núm. 87) de la OIT (ibid.).
Como se vio en el apartado anterior, la situación en la industria automotriz instalada en México activó las alarmas, debido a que fue una de las que más se benefició del TLCAN, convirtiéndose en la cuarta industria exportadora de automóviles a nivel mundial. Sin embargo, la atribución de este éxito era solo relativa porque el número de componentes producidos en el país era reducido. Además, se demostró que los buenos empleos manufactureros en los Estados Unidos perdían calidad al ser trasladados al sur del continente, por lo que los trabajadores mexicanos quedaban excluidos de los beneficios del libre comercio. A este respecto, fue sumamente crítico también el Secretario de Comercio de los Estados Unidos, pese a haber sostenido en su país previamente posiciones contrarias al incremento de los salarios mínimos que, a su juicio, podría contribuir a acelerar la robotización. En una entrevista en la televisión, manifestó en cambio que la expectativa de que se diera una convergencia gradual de los niveles de vida entre los Estados Unidos y México no solo no había ocurrido, sino que el trabajador promedio mexicano estaba actualmente, en términos del poder adquisitivo, «mucho peor de lo que había estado hace cinco o diez años» y agregó que «esa no era la intención original del TLCAN» (Isodore 2017).
La controversia suscitada en una planta automotriz de Honda, en Alto Jalisco, en 2015, en la cual un sindicato independiente impugnó la titularidad de un contrato colectivo en un juicio que había empezado siete años atrás, generó un importante movimiento de solidaridad del sindicalismo estadounidense. Fue incluso una prueba indiscutible de la forma en que las plantas automotrices impedían una auténtica representación de los trabajadores en la negociación colectiva en este sector, controlada casi en su totalidad por sindicatos afiliados a la CTM, lo que cancelaba el principio de bilateralidad en la determinación de las condiciones de trabajo. Por paradójico que resulte, más que un recurso de presión para apremiar a las empresas automotrices a entablar una negociación justa, la pertenencia a una misma central servía sobre todo para empujar a los salarios a la baja y asegurar la paz laboral (Bensusán y Covarrubias 2016).
El Gobierno de México, en la voz del entonces Secretario de Economía, puso en tela de juicio, esta vez sin éxito, las opiniones críticas que exigían cambios en la política laboral interna, con el argumento de que la pérdida de empleo manufacturero en los países vecinos y en general en los más desarrollados, se debía principalmente al cambio tecnológico y la robotización. Por ese motivo, los sindicatos de los países del norte solo estaban interesados a su juicio en la internacionalización del sindicalismo y afirmó: «están luchando por algo que, al final del día, va a dejar de existir» (Tourliere 2018).
Estudios como los realizados por Acemoglu y Restrepo (2018) y Brynjolfsson and McAfee(2014), dan prueba de las amenazas que pesan sobre el empleo en las manufacturas de aquel país a causa de la cuarta revolución industrial, dando hasta cierto punto la razón al funcionario mexicano. Sin embargo, el cierre de plantas y el traslado de empleos a México fueron no solo hechos reiteradamente denunciados por los sindicatos de los Estados Unidos y el Canadá, sino que han dado lugar a la adopción de medidas de fuerza. Un ejemplo de ello es la huelga canadiense organizada en septiembre de 2017, en la General Motors (GM), por el Sindicato UNIFOR, el sindicato del sector privado más importante de ese país, con más de trescientos mil afiliados. En dicha huelga, tres mil trabajadores se opusieron al traslado de parte de la línea de producción a México y al despido de seiscientos trabajadores (Expansión 2017). De hecho, este sindicato fue uno de los que más presión ejerció en ese país durante la renegociación del TLCAN para que las cuestiones de ámbito laboral entraran en la agenda de discusión, una propuesta que obtuvo el respaldo del primer ministro canadiense (USW 2017). Cabe citar también la última huelga de cuarenta días en la GM, Estados Unidos, provocada, entre otros incidentes, por el cierre de una planta en este país y la apertura de otra en México (Juárez 2019).
Otro factor que influyó en el endurecimiento de las posiciones sobre la agenda laboral en la renegociación del TLCAN22 para frenar el
A pesar de su deficiente diseño, el ACLAN incidió favorablemente en una mayor interacción entre las organizaciones sindicales de América del Norte. Las reuniones celebradas entre ellas generaron una mayor visibilidad y una mejor comprensión de las reglamentaciones y la dinámica laboral mexicanas, las cuales presentan grandes diferencias respecto a las de los otros dos países25. Gracias a esa interacción, los sindicatos estadounidenses y canadienses, así como sus aliados en los respectivos gobiernos y parlamentos, pudieron reconocer los mecanismos que generaban el incumplimiento de los derechos laborales en México. Todo ello puso de manifiesto que, a fin de evitar las prácticas de competencia desleal, era preciso contar con otras garantías que las de tener una legislación en materia de derechos individuales y colectivos más protectora que la del país vecino, haber firmado más de 70 convenios de la OIT —frente a solamente una decena en el caso de los Estados Unidos— o disponer de supuestas facilidades legales para constituir un sindicato, negociar un contrato colectivo o ejercer el derecho de huelga indefinido con suspensión total del trabajo. Antes bien, la enorme distancia entre las normas y los hechos en México se debía en parte a los rasgos estructurales de su viejo modelo laboral. Por ello, a la hora de negociar el TPP o renegociar el TLCAN, se pusieron en tela de juicio algunos de estos antiguos rasgos: el tripartismo en la CNSM o en las Juntas de Conciliación y Arbitraje, ambas dependientes del Poder Ejecutivo; las prácticas de simulación en la sindicación y la negociación colectiva (CCPE); y la debilidad del Estado de derecho en el ámbito laboral. Todas ellas fueron el blanco de numerosas críticas que, posteriormente, habrían de dar lugar a importantes reformas institucionales.
Un buen ejemplo de lo anterior es la carta que más de 180 representantes del Congreso de los Estados Unidos dirigieron al Representante de Comercio de ese país, en enero del 2018, en la cual planteaban que «cualquier nuevo TLCAN debe tener disposiciones fuertes, claras y vinculantes que aborden las condiciones laborales de los mexicanos» (Muñoz 2018). A ella se sumó la declaración conjunta de dos importantes miembros del Subcomité de Comercio del Comité de Medios y Arbitrios —los representantes Bill Pascrell y Sanders Levin— en respuesta a las afirmaciones formuladas por el Secretario de Trabajo y Previsión Social de México, en la que cuestionaba la importancia de la agenda laboral en la renegociación del TLCAN. Por si hubiera alguna duda respecto de qué aspectos deberían ser modificados, estos representantes agregaban: «Los bajos salarios, impulsados por la falta de sindicatos independientes y la incapacidad de los trabajadores para negociar colectivamente en México han perjudicado a los trabajadores estadounidenses y han llevado a la subcontratación de empleos a México» (Reforma LaboralMX 2018)26.
Además de las negociaciones sobre el TPP, a los sindicalistas les alarmaba el largo conflicto que dirimían los Estados Unidos y Guatemala por violaciones de las cláusulas laborales del Tratado de Libre Comercio de Centroamérica (CAFTA). Este proceso duró nada menos que nueve años (2008-2017) y pasó por diversas etapas, en las que se trató estérilmente de implementar un plan de acción para hacer efectiva la libertad sindical. Finalmente, el panel arbitral competente se pronunció en favor de Guatemala, resolviendo que si bien este país no había aplicado de manera recurrente su legislación para sancionar las violaciones cometidas contra la libertad sindical que habían provocado la muerte a más de 70 sindicalistas, no había evidencias de que estas violaciones hubieran afectado el libre comercio27. De este modo manifestaban los negociadores de los Estados Unidos y del Canadá, y sus sindicatos, la necesidad de evitar que se abrieran resquicios en la planificación de las nuevas reglas comerciales que permitieran a México seguir manteniendo las condiciones laborales existentes, un objetivo que como veremos se lograría en principio en el texto del anexo 23-A del T-MEC.
El cambio político en los Estados Unidos y México
A lo dicho anteriormente, conviene añadir que el contexto político en América del Norte, en el momento de la negociación del TLCAN, era también sumamente distinto al que se había vivido en 1994. El cumplimiento de las promesas electorales del presidente Trump suponía frenar las inversiones realizadas en México para evitar la migración de empleos hacia este país, aun cuando el hecho de retenerlas en los Estados Unidos impulsaría la robotización de la industria como consecuencia de la necesidad de eludir los salarios elevados. Así pues, para el sucesor de Obama, limitar la capacidad de México para atraer inversiones mediante la fijación de salarios más bajos que sus socios comerciales y la simulación sindical se convirtió, junto a otras medidas como la reforma fiscal, en un asunto prioritario tanto de su agenda interna como de la renegociación del TLCAN. Por paradójico que resulte, coincide en este objetivo con las reivindicaciones y los intereses que han venido defendiendo los sindicatos estadounidenses, quienes han visto así atendidas sus antiguas reclamaciones para que se ponga freno al
Igualmente, el Gobierno del primer ministro canadiense Justin Trudeau respaldó en diversas oportunidades las exigencias de los sindicatos de su país y pidió que se adoptaran «normas laborales progresistas» en el acuerdo comercial con objeto de mejorar la calidad de los empleos en México. A fines de 2017, los sindicatos canadienses denunciaron la violación de los derechos laborales colectivos en una mina de propiedad canadiense ubicada en el estado de Guerrero, cuyos trabajadores habían convocado una huelga en señal en rechazo a la firma de un contrato colectivo de protección con un sindicato de la CTM. Este hecho puso nuevamente de manifiesto las prácticas de
El capítulo 23 y el anexo 23-A del TLCAN
A la hora de renegociar el TLCAN, entre los años 2018 y 2019, era ya patente no solo que la fuga del empleo hacia el vecino del sur no se limitaba a los empleos de mala calidad, sino que no había otra manera de frenarla más que condicionando el comercio regional a una profunda transformación del arreglo sociolaboral mexicano. Mientras que en el capítulo 23 del Tratado se hacían figurar los compromisos laborales de los tres países, el anexo 23-A se refería unilateralmente a la «representación de los trabajadores en la negociación colectiva en México» y condicionaba de manera expresa la ratificación del acuerdo comercial a la promulgación de la legislación laboral de la reforma constitucional (artículo 123 de la Constitución).
En el momento de la ratificación del T-MEC por parte de los Ejecutivos de los tres países, fue al presidente Peña Nieto a quien le correspondió esta tarea en el último día de su gestión. Sin embargo, el factor central que desbloqueó las negociaciones que desembocarían en dicho Acuerdo fue el triunfo electoral, en julio de 2018, del candidato presidencial opositor Andrés Manuel López Obrador, lo que permitió acordar una agenda laboral con verdaderos «dientes» o instrumentos para garantizar el cumplimiento de la legalidad y el pleno respeto de los principios de la reforma constitucional consagrados en la Ley Federal del Trabajo (promulgada el 1 de mayo de 2019)30. En este marco también se acordaron otras medidas, como el cambio de reglas de origen en la industria automotriz y una política de salarios mínimos a nivel regional vinculada a los costos de fabricación, un aspecto inédito hasta el momento en los acuerdos comerciales. Esta política, entre otras medidas, condicionaba la circulación de un vehículo en la región sin el pago de aranceles a que el 40 por ciento del costo total de fabricación de los vehículos de pasajeros y el 45 por ciento de las camionetas fuese producido por trabajadores que cobrasen al menos 16 dólares la hora (Morales 2019).
En particular, las exigencias de los Estados Unidos y el Canadá coincidieron con la visión que el presidente Andrés Manuel López Obrador había expuesto durante su campaña electoral sobre la libertad sindical, la negociación colectiva y la reactivación salarial en el país. El encabezado del anexo 23-A, eminentemente político, lo señala expresamente, tal vez como una forma de acallar cualquier duda sobre la unilateralidad de las disposiciones incluidas en un acuerdo trilateral31.
El capítulo 23, sobre los compromisos laborales asumidos por los tres países, hace referencia a la Declaración de 1998 de la OIT relativa a los principios y derechos fundamentales en el trabajo, y promueve su seguimiento32.
Después de que los tres países suscribieran el T-MEC, el 30 de noviembre del 2018, se reabrieron las negociaciones que llevarían a establecer nuevas garantías para asegurar la implementación de la reforma laboral mexicana. Así, para solventar las últimas discrepancias que finalmente llevarían a la ratificación del T-MEC en los Estados Unidos (enero de 2020) y en el Canadá (marzo del 2020), el 11 de diciembre del 2019, se acordó un protocolo que incluye un nuevo mecanismo para la formación de paneles entre, por una parte México y los Estados Unidos, y por otra México y el Canadá, en caso de presuntas violaciones de la libertad y la democracia sindicales. Estos paneles podrán efectuar incluso visitas de inspección «in situ» y, de confirmarse tres o más casos de este tipo, se procedería al bloqueo comercial de las exportaciones involucradas en estas violaciones33. Para ello se recuperó del capítulo 23 lo que se entiende por una violación en materia de derechos laborales, señalando que el incumplimiento debe ser «de una manera que afecte el comercio o la inversión entre las partes». Así se considera cuando involucra «1) a una persona o una industria que produce mercancías o provee servicios comerciados entre las Partes o tiene inversión en el territorio de la Parte que ha incumplido con esta obligación; o 2) a una persona o una industria que produce mercancías o provee servicios que compitan en el territorio de una Parte con mercancías o servicios de otra Parte». Además, para darle fuerza a estas disposiciones y al panel arbitral, se invierte la carga de la prueba y se presume el incumplimiento por cuanto se establece que «a efectos de solución de controversias, un panel asumirá que un incumplimiento es de una manera que afecta al comercio o la inversión entre las Partes, a menos que la Parte demandada demuestre lo contrario»34.
En suma, el capítulo 23 y el anexo 23-A establecen una fuerte articulación entre el comercio regional, los derechos de los trabajadores en la región y la implementación de la reforma laboral mexicana, creando las condiciones necesarias, aunque no suficientes, para la transformación de la estrategia competitiva de México, basada hasta ese momento en la combinación de bajos salarios con una creciente productividad en los sectores exportadores.
La génesis y la concepción del nuevo modelo laboral: implicaciones y perspectivas.
Los principios básicos de la reforma constitucional de 2017 retomaron importantes antecedentes en el país en favor de la adopción de un nuevo sistema de justicia laboral imparcial e independiente del Poder Ejecutivo y la creación de un órgano autónomo para el registro de los sindicatos y los contratos colectivos. Asimismo, desde la década de 1990, diversos partidos políticos y organizaciones sociales y académicas habían venido gestando propuestas en esa misma dirección35 Sin embargo, fueron las presiones ejercidas desde los Estados Unidos en el marco del TPP las que llevaron a buen puerto la reforma constitucional del artículo 123, aprobada el 24 de febrero de 2017. Esta trascendental reforma se logró en solo 10 meses, poniendo de manifiesto el ascendiente que todavía conservaba el entonces presidente Peña Nieto sobre el Poder Legislativo, donde prácticamente ni siquiera fue sometida a discusión. Es evidente que sin esas presiones externas no se hubieran dado las condiciones políticas para que la reforma prosperara, si bien, como veremos a continuación, no pasaría mucho tiempo antes de que esas condiciones variaran.
El objetivo principal del nuevo modelo consistía en desmontar el corporativismo estatal y aprovechar las presiones ejercidas desde fuera para velar por la aplicación efectiva de la reforma laboral. Para ello se garantizó la autonomía de los sindicatos frente al Estado y los empleadores, y se devolvió el poder sindical a las bases, lo que posibilitaría que surgieran conflictos redistributivos que abrirían el camino a la vinculación del incremento de la productividad con los salarios. Otro de los puntos clave para desarmar el viejo modelo fue la eliminación de las juntas de conciliación y arbitraje, órganos tripartitos que, como ya señalamos anteriormente, dependían del Poder Ejecutivo, con objeto de situar la justicia laboral bajo la supervisión del Poder Judicial, fortaleciendo así el Estado de derecho en el mundo del trabajo. Cabe señalar que, además de ratificarse el Convenio sobre el derecho de sindicación y de negociación colectiva, 1949 (núm. 98) de la OIT, en septiembre de 2018, se emprendieron también reformas muy importantes con miras a proteger los derechos de las personas que realizan trabajo remunerado en el hogar (2,3 millones). Esta reforma fue parte de un contexto de activismo del Poder Legislativo en la reglamentación de los derechos de los trabajadores que se sumaría a la reforma de la LFT, de mayo de 2019, a fin de dar contenido legislativo a las nuevas disposiciones constitucionales. Por lo que se refiere al género, la única modificación incluida en la reforma de la LFT se refiere a la exigencia de que haya una representación proporcional por género en las direcciones de los sindicatos. Para ello es preciso que se lleven a cabo modificaciones en los estatutos sindicales, que junto al voto universal, libre, directo y secreto y las reglas de transparencia y rendición de cuentas, debería haber concluido en abril de 2020 (un plazo de 240 días hábiles a partir de la entrada en vigor de la Reforma de la LFT, según lo dispuesto en el artículo vigésimo tercero transitorio de la reforma laboral).36
Las reformas de 2017 y 2019 fueron un elemento clave en la renegociación del T-MEC, por cuanto se impuso su implementación efectiva en la práctica como condición para someter el Tratado a la aprobación del Congreso de los Estados Unidos y del Canadá. Una de las dudas manifestadas antes de la ratificación del T-MEC radicó precisamente en el compromiso de México de poner en práctica estas nuevas reglas del juego. De ahí que los ostensibles incrementos en las partidas presupuestarias del ejercicio de 2020 destinadas a la Secretaría del Trabajo y Previsión Social (STPS) y al Poder Judicial, órganos encargados de la aplicación del sistema de justicia laboral, se han considerado como una señal por parte del Gobierno de haber asumido dicho compromiso (Martínez 2019)37. A todo ello hay que añadir el protocolo del T-MEC, al que nos hemos referido más arriba, lo que dio mayor fuerza a los compromisos enunciados en el anexo 23-A38, y la legislación interna y concluyó con la aprobación del T-MEC por el Poder Legislativo de los Estados Unidos y del Canadá39.
Se presentan a continuación los aspectos más importantes de esta reforma teniendo en cuenta sus posibles repercusiones en la transformación del régimen sindical dominante en el país a lo largo de casi un siglo y de la que cabe esperar contribuya al fortalecimiento de la capacidad de negociación de los trabajadores ante sus empleadores.
Además de lo anterior, el décimo primer artículo transitorio del decreto de reforma a la LFT de 2019, que remite al artículo 390 Ter de la LFT, incluyen por primera vez en la historia un auténtico proceso de certificación de la voluntad de las bases como requisito para legitimar la negociación colectiva ya existente, un proceso que debe validarse en un plazo máximo de cuatro años a partir de la promulgación de la reforma41. Cabe señalar que, si el contrato colectivo sujeto a consulta no cuenta con el apoyo mayoritario de los trabajadores y no se legitima, se dará por terminado, si bien seguirán vigentes las prestaciones y condiciones de trabajo hasta que se celebre un nuevo contrato.
En suma, bajo estos principios y reglas se estableció un nuevo equilibrio entre derechos colectivos, libertades individuales y autonomía de los trabajadores que abre el camino a la posibilidad de una verdadera democratización de las relaciones entre el Estado, los sindicatos, los trabajadores y los empleadores. Además, si estos procedimientos y reglas se llevan a la práctica, mejorará la capacidad de negociación de los trabajadores.
Para asegurar la implementación de estos cambios, se han fijado plazos perentorios en los transitorios de la Reforma para que los sindicatos adecúen sus estatutos a las nuevas reglas de elección de los comités directivos y se democraticen. Por ejemplo, la Reforma Laboral estableció un plazo máximo de hasta 240 días desde su entrada en vigor para que los sindicatos se ciñan a dichas reglas e incluyan el voto libre, directo y secreto de los trabajadores en los procedimientos de elección de sus directivas, un plazo que ya se ha excedido. Cabe señalar además que las organizaciones sindicales tendrán un plazo máximo de un año para adecuar sus procedimientos de consulta a los trabajadores en relación a la aprobación de los contratos colectivos, es decir, a partir del 2 de mayo del 2020 (según transitorios vigésimo segundo y tercero de la reforma de 2019 a la LFT). Esta es una garantía que protege a los trabajadores de cualquier intento de dilación que impida la democratización de las organizaciones.
Otro problema de orden laboral planteado por los Estados Unidos y el Canadá durante la negociación del T-MEC y que las reformas de 2017 y 2019 no abordan es el de la necesidad de evitar la expansión de la subcontratación de la mano de obra en las empresas instaladas en el país, un proceso que fragmenta la comunidad laboral y precariza el empleo. En México, la preocupación por este fenómeno que ya se había atendido en la reforma de la LFT de 2012 y volvió a incluirse en la agenda legislativa de 201942, impuso importantes restricciones a la empresa contratante para la utilización de esta figura jurídica. Estas restricciones tienen principalmente la finalidad de limitar la modalidad de tercerización conocida como trabajo en régimen de subcontratación laboral, que es un recurso jurídico al que se han acogido algunos empresarios para evadir sus responsabilidades patronales y fiscales. La OIT (1997) asocia esta figura con el suministro de mano de obra, práctica por la cual el contratista se hace cargo como empleador de la dirección y supervisión del personal a su cargo, en beneficio de la empresa contratante, quedando esta desligada de sus obligaciones como empleador43. Por ejemplo, en la Ley Federal del Trabajo se establece la prohibición de externalizar la totalidad de los empleos de una empresa, se exige que sean trabajos especializados, que no se utilice esta figura para reducir los derechos laborales de los trabajadores de la empresa contratante y que se fijen las responsabilidades de esta y de los contratistas (art. 15 A-D LFT). Sin embargo, como las nuevas reglas no fueron implementadas a lo largo del mandato de la anterior administración (2012-2018), la implantación de la subcontratación aumentó en algunos sectores (como en el sector servicios, en la industria manufacturera y especialmente en la industria de autopartes), lo que ha provocado no solo la precarización del empleo sino también prácticas ilegales de evasión de impuestos e impagos en la seguridad social (Castillo 2018).
Para terminar con la utilización abusiva de esta figura, la nueva administración laboral, bajo la coordinación de la STPS, el SAT y el IMSS, ha puesto en práctica una estrategia de fiscalización en las grandes empresas que pretende abarcar a más de treinta mil centros de trabajo (STPS 2019). Además, se han presentado dos iniciativas a la aprobación del Congreso de la Unión, cada una con un dictamen favorable por parte de las Comisiones de Trabajo y Previsión Social de la Cámara de Diputados y de la Comisión de Trabajo y Comisión de Estudios Legislativos del Senado, respectivamente, que pretenden ampliar las restricciones a la subcontratación laboral e incluso prohibirla cuando sea la actividad principal o preponderante de una empresa. Se garantizan los derechos laborales (antigüedad, reparto de utilidades y otros) de los trabajadores y solamente se permitiría la externalización del empleo (régimen de subcontratación laboral) en casos de proyectos específicos o de tareas especializadas o eventuales de la empresa contratante. También se penalizaría como delincuencia organizada todo acto de simulación, es decir, aquel que viole las prohibiciones previstas en esta materia (Palacios 2019).
Conclusiones
En este trabajo hemos dado cuenta de los diversos modos en que un mismo marco institucional, en razón tanto de su diseño original como de la fragilidad del Estado de derecho, pudo funcionar en México bajo modelos económicos y sistemas políticos diferentes y sin necesidad de introducir cambios formales en él. Así se explican las ventajas y desventajas que cabe extraer de este modelo laboral para los trabajadores a lo largo de las distintas etapas por las que atravesó. En particular, la apertura comercial a partir de 1985, las políticas antiinflacionarias y la integración económica en el norte del continente americano a partir de 1994, se beneficiaron de un modelo que favorecía en los hechos una amplia flexibilidad laboral en detrimento de los trabajadores. Tanto más cuanto que estas políticas vinieron acompañadas por la adopción de medidas restrictivas en materia salarial que hicieron de los salarios una de las principales ventajas comparativas.
El ACLAN, paralelo al TLCAN, entró en vigor en 1994, pero no pudo evitar que se produjera una convergencia negativa de los salarios de los trabajadores de la región. Los trabajadores mexicanos tampoco se beneficiaron del auge de sectores como la industria automotriz, donde se registraron importantes incrementos de la productividad que no se reflejaron en los salarios. Por el contrario, las principales beneficiarias de este proceso fueron las empresas multinacionales. Hubo que esperar 25 años para que cambiara este escenario. A raíz de las presiones externas para modificar las reglas del juego en el mundo del trabajo, México entró en una profunda transformación del ámbito laboral que hizo avanzar al país hacia el pleno reconocimiento de la libertad y la democracia sindical. El T-MEC, ratificado por el Poder Legislativo de México, los Estados Unidos y el Canadá, es hoy uno de los acuerdos comerciales con mayor contenido laboral de cuantos se conocen. Las exigencias impuestas a México no solo iban dirigidas a reformar la legislación interna, sino también a atajar el principal problema que las cláusulas laborales vinculadas a dichos acuerdos ponían de manifiesto: la falta de mecanismos capaces de asegurar su eficacia. Además, por primera vez en un tratado comercial se incluyeron normas específicas en materia de salarios para la industria automotriz, normas que ni siquiera existen en un proceso de integración regional de mayor envergadura, como el de la Unión Europea.
Por su parte, el modelo laboral mexicano reformado en 2017 y 2019 ofrece, por primera vez en un siglo, un terreno de juego favorable al libre ejercicio de los derechos colectivos, que los trabajadores han recobrado tras estar en manos de los dirigentes sindicales. La presión por asegurar la aplicación de la nueva normativa y la posibilidad de verificar a través de paneles de corta duración los casos de violación de los derechos colectivos, tanto en México como en los otros dos países, aplicando sanciones comerciales cuando se trate de prácticas recurrentes, permiten augurar que el capítulo 23 y el anexo 23-A del T-MEC correrá mejor suerte que el ACLAN en lo que se refiere a su aplicación.
Pese a ser cierta esta afirmación, no puede ignorarse que México ha de asumir el enorme reto de aplicar la reforma laboral en el futuro inmediato y que el resultado de este esfuerzo dependerá de múltiples factores. En primer lugar, deberán superarse las resistencias de los beneficiarios del statu quo (tanto el sindicalismo tradicional como las empresas acostumbradas a gozar de una ventajosa unilateralidad). Y no debemos olvidar tampoco la escasa credibilidad y el desprestigio que se han ganado los sindicatos a lo largo de décadas de traición a los intereses de sus supuestos representados.
Por estos motivos y otros cabe preguntarse, a modo de conclusión, si el cambio operado en el modelo laboral mexicano, por necesario que sea o bien inspirado y diseñado que esté, será suficiente. O dicho con otras palabras: ¿habrá llegado a tiempo esta transformación para que podamos augurar no solamente un mejor futuro a los trabajadores mexicanos, sino para evitar la convergencia negativa en las condiciones laborales en el norte del continente? ¿No deberían los sindicatos de los Estados Unidos y del Canadá dirigir su atención a partir de ahora a sus propios marcos institucionales y a las políticas públicas que han favorecido esta convergencia también en sus respectivos países?
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Agradecimientos
La autora desea expresar su agradecimiento a Elizabeth Echeverría Manrique por sus valiosos comentarios y aportaciones al presente artículo, así como a los revisores anónimos por las observaciones formuladas puntualmente.